Por Lina Noriega Muñoz, Nutricionista dietista
Para aprender a manejar esta hambre emocional lo más importante es entender su raíz, es decir, de dónde viene, en qué consiste y cómo diferenciarlo del hambre real —o física— para poder entender su naturaleza. Muchas veces nos enfocamos en soluciones inmediatas como, por ejemplo, comer chicles, comer gelatina sin azúcar, comer cantidades grandes de verduras (porque tienen bajo contenido calórico); pero la realidad es que esas soluciones inmediatas son como curar un dolor de cabeza con un analgésico, lo ‘tapas’ en el momento, pero no solucionas la raíz.
Primero vamos a diferenciar entre el hambre fisiológica y el hambre emocional. El primero surge como una señal natural de nuestro organismo diciéndonos que debemos darle energía y nutrientes para su adecuado funcionamiento; estas señales se manifiestan en tiempos y maneras individualizadas, pero en términos generales podemos sentir fatiga, mareos, un vacío en la boca del estómago y estas sensaciones van incrementando poco a poco a medida que va pasando el tiempo. Cuando tenemos hambre fisiológica podemos consumir cualquier tipo de alimento que nos ofrezcan y una vez lo consumimos, desaparecen las sensaciones físicas de hambre.
Por el contrario, el hambre emocional surge como respuesta a una emoción, la cual puede ser: aburrimiento, estrés, ansiedad, frustración y tristeza. Esta puede aparecer en cualquier momento del día, incluso justo después de haber comido una ingesta grande y balanceada de alimentos. En este caso, con frecuencia tenemos la fijación a un alimento en específico —que puede ser un dulce o un alimento alto en grasas (que son los más palatables)— y es probable que en este momento, a pesar de que comemos el alimento, aún persista la sensación de querer comer.
¿De dónde viene el hambre emocional?
Como ya les comenté, surge a raíz de una emoción. Resulta que, muchas veces nos cuesta trabajo sentirnos cómodos con la presencia de esa emoción en nuestro día a día, por lo que, comer en este caso resulta como una especie de mecanismo de defensa en contra de la emoción para que esta se vaya. Esa es una de las razones por la que recurrimos a alimentos altos en azúcares y grasas en momentos de aburrimiento, estrés o tristeza, y es porque de cierta forma sentimos que ese alimento nos va a dar placer.
Y sí, es cierto que este tipo de alimentos activan los sistemas de recompensas de nuestro cerebro y nos hacen sentir placer, por lo que acudir a este tipo de estrategia —de forma ocasional— está bien, pero a esto debemos prestarle atención cuando se vuelve algo crónico. Primero, porque no estaríamos solucionando la raíz del estrés o la ansiedad, si no que lo ‘tapamos’ con una solución inmediata, pero ahí seguiría el estrés crónico; segundo, porque con este tipo de conductas afectamos nuestra salud debido a que —no en todos los casos— nos alimentamos desconectados de nuestras señales físicas y comemos con inconsciencia, lo que hace que consumamos grandes cantidades de comida y hagamos elecciones de poca calidad nutricional.
¿Qué debemos hacer?
Las emociones como estrés, ansiedad, tristeza y frustración, siempre están ahí por una razón y debemos aprender a sentirlas y aceptarlas. Por ejemplo, la ansiedad surge para impulsarnos y motivarnos a hacer algo, al igual que el estrés. Estas se vuelven perjudiciales para salud cuando están presentes de forma crónica y se empiezan a somatizar en el cuerpo físico. En este caso, lo más importante es acudir a un especialista en el área, bien sea un psiquiatra o un psicólogo.
Lo más importante es identificar la emoción y si surge el hambre emocional, estar consciente y reconocer que es de este tipo y no fisiológica. En ese momento puedes reflexionar acerca de varias cosas: ¿será que sí tengo hambre? ¿para qué quiero ese alimento? ¿por qué quiero ese alimento? ¿será que ese alimento si me va a desaburrir o desestresar?
Sé que deben estar pensando que es difícil darse el tiempo de reflexionar en ese momento de hambre impulsiva, ¡pero la práctica hace a el maestro! Es difícil dominarlo de la noche a la mañana, sin embargo, con una vez que nos demos la oportunidad de hacerlo y reflexionar antes de meternos el bocado a la boca, nos daremos cuenta que en pocos minutos se va la sensación de querer comer y este primer logro nos va empoderando poco a poco y nos va enseñando a conectarnos mejor con nuestras señales de hambre y saciedad.
En otras situaciones, puede que esas ganas frecuentes de comer no sean hambre emocional, sino hambre real. Esto normalmente ocurre cuando no tenemos una alimentación balanceada y equilibrada, y nuestro cuerpo está en déficit de ciertos nutrientes. Por ejemplo, si hacemos dietas restrictivas con bajo contenido calórico y de nutrientes, nuestro cuerpo no está recibiendo los nutrientes que necesita y él solito hace una restructuración metabólica para poder sobrevivir con lo poco que le damos, sin embargo, llega un punto en que nos pide los nutrientes de forma rápida, en forma de hambre voraz que es muy parecido a cuando tenemos hambre emocional.
Así mismo, cuando tenemos una alimentación a base de comidas procesadas altas en azúcares y grasas, estos tipos de alimentos tienen la capacidad de entrar a nuestra sangre rápidamente generando un aumento en la glicemia, lo que dispara inmediatamente la insulina (hormona encargada de meter la glucosa a las células) y hace que se baje rápidamente la glicemia en la sangre, produciendo así una hipoglicemia y, por tanto, surge rápidamente hambre nuevamente.
Para concluir, el hambre fisiológica está más relacionada con nuestro equilibrio metabólico y hormonal; si comemos bien y le damos a nuestro cuerpo todos los nutrientes y energía que necesita para sus procesos fisiológicos, vamos a controlar el apetito muy bien .Por otro lado, el hambre emocional está relacionada con emociones y queremos comer para ‘tapar’ la emoción que estamos sintiendo; en este caso lo mejor es darnos un espacio de reflexión antes de comer el alimento y preguntarnos para qué queremos comerlo, y poco a poco con la practica iremos manejando mejor esta hambre emocional.