El cambio climático amenaza con quitar de nuestras vidas a nuestro quitapenas azucarado. ¿Podemos imaginarnos un mundo sin chocolate? ¿Nos acostumbraríamos a que fuera un bien suntuario, exclusivo para unos pocos?
Pocas son las personas que no tuvieron pequeñas alegrías gracias al chocolate. Desde niños lo ansiamos al pasar por las tiendas y lo deglutimos con fruición manchándonos la cara y la ropa. Regalamos chocolates para las fechas significativas, para demostrar el amor que sentimos por alguien, para consolar al despechado. A veces solo por la picardía de permitirnos un capricho. Que arroje la primera piedra aquel que nunca, al ir a comprar cigarrillos, una gaseosa, el diario o alguna otra cuestión, se tentó y se llevó a casa una barrita pensando: “¡al demonio las calorías, me lo merezco!”.
Mucho se ha dicho sobre las propiedades de esta golosina, que es antioxidante, que tiene demasiada azúcar, que mejora la circulación, que no alimenta. Lo cierto es que no es por eso que lo comemos. El chocolate forma parte de esos pequeños placeres cotidianos que damos por sentado aunque, según muestran algunos estudios recientes, podría no ser así para siempre. Antes de meternos de lleno en este asunto repasemos un poco como llegó de bebida ritual milenaria a golosina en nuestra tienda amiga.
Érase una vez en México
Un dato curioso que pocos saben es que el chocolate, mucho antes de ser golosina, fue cerveza. Los primeros rastros que se tienen de su uso se encontraron en recipientes utilizados para la preparación de bebidas datados del 1900 a.C. Para el 1400 a. C. ya hay pruebas de cacao fermentado que sugieren que se habría usado para preparar bebidas alcohólicas. Esta bebida se servía fría y se condimentaba con especias y chile. A diferencia de hoy, las bebidas de chocolate eran amargas y hasta picantes.
Varias etnias de la región guardaban los alimentos hechos con cacaos exclusivamente para la realeza. Los mexicas premiaban a los mejores guerreros permitiéndoles consumir chocolate libremente. Muchos de estos guerreros llevaban polvo de cacao cuando viajaban a la guerra para prepararse sus bebidas, pues ya se conocían las propiedades tonificantes y energizantes de la planta. Los mayas, incluso, celebraban un festival en honor a Ek Chuah, una divinidad exclusiva del ‘chocolha’, palabra con que lo nombraban. Cuenta el mito que el emperador Moctezuma era capaz de beberse hasta 50 tazas diarias de chocolate diluido en agua.
En la época de la invasión a América los europeos lo llevaron al viejo continente, donde se popularizó rápidamente. Hernán Cortés llevó muestras a los reyes católicos alegando que “cuando uno lo bebe, puede viajar una jornada entera sin cansarse y sin comer”. La corte española lo acogió y fue ávidamente incorporado por el clero. El recelo también se mostró cuando apareció una acalorada discusión teológica sobre si beber agua con cacao rompía o no el ayuno. También se sospechaba de sus efectos “excitantes”. Hubo, incluso, un obispo en Chiapas que viendo que las damas lo bebían para aligerar los sermones, lo mandó a prohibir so pena de excomunión.
Partiendo de la corte española su difusión fue muy veloz a Inglaterra, Italia y Suiza. Se cree que se mezcló por primera vez con azúcar en América por su proximidad con los cultivos de caña. En Inglaterra se usó por primera vez en pastelería y se le agregó la leche, creándose el chocolate más consumido hasta la actualidad. En suiza, finalmente, se establece la primera fábrica, dando origen a la tradición del chocolate suizo, conocido mundialmente por su alta calidad.
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