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PERSONAJE

Publicado 6 junio, 2017

La Vida del entrañable futbolista barranquillero Marcos Coll

En la calle San Blas, del barrio San Roque de Barranquilla, comenzó a jugar fútbol Marcos Coll. Sus hermanas recuerdan que con apenas 8 años su único hermano varón se juntaba con otros niños del sector, envolvían con trapos y medias una pepa de aguacate y se lanzaban a jugar en plena vía. Era tanta la fiebre de Marcos por el fútbol que una vez, cuando su padrino le regaló una suma de dinero, él se presentó al día siguiente después del colegio con una compra que había hecho en una tienda deportiva. Había adquirido unas medias largas, una camiseta, una pantaloneta y… unos suspensorios; como no había de su talla, se había traído uno donde fácilmente cabían tres niños como él.
Marquitos llegó al mundo luego de cuatro de sus hermanas y de incontables velas en honor a San Roque. El orgulloso papá, Elías Coll Tara, el primer árbitro FIFA que tuvo Colombia, tiró la casa por la ventana: le trajo mariachis a su esposa y duró un mes bebiendo y festejando. Por esas cosas de la genética, a Marcos le sucedió lo contrario: tuvo tres hijos varones, ninguna hembra. Uno de ellos es Mario Alberto Coll, que también fue futbolista: pasó por América, Millonarios y Junior, y jugó en la primera selección Colombia que comandó Maturana.
Su hermana Hilda recuerda que Marcos era travieso y celoso con sus hermanas. Cuando ellas comenzaron a hacerse señoritas, les cogía los aretes y se los colgaba en el árbol de Navidad. A Nora, su hermana menor, no soportaba verla con el flaco que terminó siendo su esposo. “Allá está Nora con el Suspiro de Culebra”, les decía a sus padres.
Cuando uno habla con Marcos, ve que aún es el mismo niño que adora a sus hermanas y lo da todo por el fútbol. “Si volviera a nacer, volvería a ser futbolista”, dice. “Aunque te voy a ser sincero: ya casi no veo fútbol. Antes, cuando el equipo de uno perdía, la gente salía contenta porque había visto fútbol exquisito. Daba gusto ir al estadio por la capacidad técnica de los jugadores. Ahora parecen combates de lucha libre”. Y añade: “El fútbol es un arte: el deporte que se practica con la parte más torpe del ser humano: las piernas. El futbolista debe volver sus piernas las manos de un artista, y no lo contrario: volver todo su cuerpo una rústica pierna para patear”.
Al retirarse como jugador, trabajó en las divisiones inferiores del Junior y dirigió las mayores en dos ocasiones. Luego conformó una escuela de fútbol en el Cerrejón y pasó 21 años en La Mina antes de jubilarse. En la calle todo el mundo le dice “Marquitos” con cariño, desde el portero del conjunto residencial donde vive en Barranquilla, hasta el taxista que lo reconoce en la calle o el señor del supermercado que se acerca para felicitarlo por el gol olímpico, como si hubiera ocurrido ayer.
A veces Marquitos, que aún trota y hace ejercicios todas las mañanas, y que nunca se ha tomado un trago de licor (aunque acepta ser parrandero y bailador), llega hasta el parque más cercano y se pone a jugar fútbol con los niños. Después de varios goles y jugadas de las que aún hace gala a los 81 años, los niños se sorprenden y uno de ellos le pregunta: “¿Usted por qué mete tantos goles?”. Un niño mayor les explica: “Él es Marcos Coll, el único jugador que ha metido un gol olímpico en un Mundial”. Los niños ensanchan los ojos y se van corriendo a contarles a sus padres.
Además del fútbol, a Marquitos le gustaban los aviones. Un día anunció que después del colegio se iría a estudiar a una conocida escuela de aviación en Cali. Su padre no quería que estuviera todo el día detrás de un balón, pero tampoco deseaba que se alejara y estudiará una profesión peligrosa. “No me dejaba jugar fútbol ni tampoco dedicarme a la aviación –comenta Marcos–. Pero al final no sólo fui futbolista, sino que por eso mismo pasé muchas horas de mi vida en un avión”.
Comenzó su carrera futbolística en el Sporting de Barranquilla, luego de destacarse en la Semana Deportiva Bolivariana, unos juegos intercolegiales donde participaba la mayoría de colegios de Barranquilla, representando al Americano. Pasó fugazmente por el Independiente Medellín, antes de que lo llamaran del Deportivo Tolima, equipo donde jugó durante cinco años. Por la violencia política que vivía el país, la condición que puso el papá fue que lo acompañarán varios compañeros que habían jugado con él en el Americano para que se cuidaran entre sí. Así fue como el Tolima contrató en una misma tanda a cinco jugadores barranquilleros. De ahí pasó al Atlético Bucaramanga, donde hizo un dúo tremendo con José Américo Montanini, el mejor compañero que tuvo en la cancha.
En ese año hubo un partido que le cambió la vida. Jugaban contra el América de Cali y él marcó dos goles. Adolfo Pedernera, que era el director técnico del América, se interesó en él y le propuso jugar en este equipo. Para Marcos fue como si se hubiera ganado el baloto. No era la primera vez que veía a la leyenda argentina. Cuando tenía quince años, él era su ídolo. Su padre gerenciaba la Librería Nacional y un día, aprovechando un descuido de él, arrancó un afiche del astro argentino que venía con la revista deportiva Gráfico. Por esos días Pedernera llegó a Barranquilla como jugador de Millonarios para enfrentar al Libertad y Marcos le rogó a su papá (el árbitro del encuentro) que se lo presentara. Cuando quedaron solos, Marcos sacó el afiche con la imagen de Pedernera, le pidió un autógrafo y lo guardó como un tesoro. Siendo ya Pedernera su entrenador, no sólo del América sino de la selección Colombia, le decía a cada rato: “Maestro, cuando vayamos a Barranquilla, le voy a dar una sorpresa”. La oportunidad al fin se dio cuando la Selección Colombia llegó para un partido de fogueo contra la Selección Atlántico. A Pedernera se le aguaron los ojos cuando vio el afiche y repasó la dedicatoria: “Para Marquitos, como prueba de un sincero recuerdo”.
De regreso de Arica, Chile, con el famoso gol olímpico en el bolsillo que le anotó a Lev Yashin, no sólo el mejor portero de la época sino del siglo XX, según la FIFA, y más conocido como “la Araña Negra”, encontró un país revolucionado por su gol y por el épico partido que se habían gastado contra la Unión Soviética. Para verlo o tocarlo, la gente se arremolinaba alrededor del bus donde venían del aeropuerto, pero Marcos lo único que quería en ese momento era ver a su esposa y sus hijos. Hasta Guillermo León Valencia, que sería el próximo Presidente de Colombia, quiso capitalizar la epopeya en su campaña: “Éste es un triunfo de la libertad sobre la esclavitud”.
Después de aquella gesta en el Mundial, Marcos pensó que el Junior lo llamaría, pero no fue así. Jugó hasta 1965 en el América, luego volvió por segunda vez al Deportivo Tolima y jugó otros cinco años allí. Un día, ya en 1970, por fin lo llamó Junior. “Al fin se acordaron de mí”, suspiró Marcos. Pero la oferta apenas le alcanzó para jugar un año antes de retirarse. En uno de sus últimos partidos se inventó un hermoso gol de contragolpe desde la mitad de la cancha que él considera su mejor tanto en Colombia, y que demostró una vez más lo que puede hacer un artista con los pies… y un hombre con el corazón de un niño.

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